Cerebros en llamas

Encendí el motor del vehículo y me alejé. Los dejé discutiendo detrás del cristal de aquella cafetería de franquicia americana que se hallaba frente a mi universidad. En esta ocasión valía más un "desgraciados dos, miserable una y feliz otra" que un "felices los cuatro": ella, su novio, mi amor imposible y una distante, ya lejana, yo...

Seguramente vendrían minutos intensos de pelea, de golpes y de llantos irreconciliables.Seguramente serían infelices al partir de aquel local comercial. Pero era necesario. Todo había iniciado con una provocación, todo había iniciado como una insinuación inapropiada por parte de aquel compañero de clase, de aquel estudiante ajeno a la carrera de Arte, de aquel hombre mayor que las cuatro jovencitas que cursábamos el curso. Lo suyo con alguna de nosotras estaba terminantemente prohibido pues, para pagar sus estudios, también trabajaba para la institución. Estábamos hechos para el anhelo, no para la acción.

Había sido todo un año de admirar sus aportes en clase, todo un año de quererlo como compañero de conversaciones -más allá de aquella hora y media semanal de clases en que compartíamos el aire de un mismo salón-, todo un año deseando, deseandolo. Pero, como con todo amor idealizado, la magia se rompió cuando una de las partes decidió hacerse "real". Cuando entró en contacto verdadero con la otra persona, con una de nosotras. No siempre termina mal, no me malinterpreten. El problema es que no se trataba de un "él y yo", se trataba de un "él, mi presunta amiga comprometida y yo": desgracia.

Así que sí, me alejé inteligente o cobardemente luego de llevar al novio de ella a aquella cafetería, a aquella escena romántica que compartían "la novia" y "mi amor platónico" a nuestras espaldas. ¡Pobre él, pobre yo, pobres los incrédulos que creyeron engañar al resto por un momento de aventura sapiosexual! Me fui luego de ver su cara de sorpresa mezclada con dolor. ¿Dolor? Hipocresía, diría yo.

Sí, quizás eso no es lo que hacen las amigas pero luego de sus acciones establecí claramente que lo nuestro nunca había sido una amistad. No, no fue por venganza, fue por despecho. Al final, Raban se iba a arrepentir de no haberme elegido a mí para romper las reglas, se iba a arrepentir de que no hubiera sido yo sentada en aquella cafetería una tarde de mayo.

No importaba ya: nos seguiríamos viendo en mis sueños...

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